En la corte de los Stones

«Brian personificaba la actitud hedonista y arrogante, el principal atractivo de los Rolling Stones»

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[Ricardo Portmán] @ecosdelvinilo

Tan atractivo como su faceta musical ha sido todo el sórdido entorno que alimentó de alguna manera la música de los Rolling Stones. La fascinación por las andanzas de los diversos personajes que pululaban a Jagger, Richards y compañía tiene como uno de sus objetivos al inefable Tony Sánchez, el camello (traficante/hombre para todo) de la banda, y más específicamente de Keith. Sánchez fue testigo (y protagonista ocasional) del entramado de fiestas, abusos de todo tipo y dosis insanas de rock & roll de la mano de la banda -increíblemente- más longeva de la historia de la música. El libro, titulado Yo Fui el Camello de Keith Richards (Contra, 2013) se devora en un parpadeo y por su evidente valor para los completistas compartimos un generoso fragmento. Los excesos están garantizados en esta lectura.


«Todavía me alucinaban los Rolling Stones a mediados de los años sesenta. Los Beatles eran más ricos y vendían más discos. Pero habían comprometido su integridad con sus pelos bien cortados y sus actuaciones ante la realeza. Los Stones eran los nuevos potentados de Londres. Sus cortes de pelo, su actitud, su ropa, eran imitados por todo joven que aspirara a ir a la moda: desde elegantes aristócratas ociosos a estudiantes que apenas acababan de dejar atrás los pantalones cortos. Resulta difícil recordar ahora la gran influencia, aunque efímera, que llegaron a ejercer. Ningún otro músico antes que ellos había ejercido tal poder en aras de una revolución social.
En el centro de todo ello se encontraba Brian Jones. Era el Stone con talento musical, el que podía coger cualquier instrumento —desde un saxofón a un sitar— y aprender a tocarlo en menos de media hora. El que se ganaba la vida interpretando rhythm and blues, puro y trepidante, cuando Mick Jagger no era más que un estudiante mediocre en la London School of Economics y Keith Richards otro mugriento delincuente y estudiante de arte que se creía Chuck Berry porque podía arrancar tres acordes a su guitarra desafinada.

Brian personificaba la actitud hedonista y arrogante, el principal atractivo de los Rolling Stones. Había abandonado a seis hijos ilegítimos, todos chicos y todos de distinta madre. Fue el que se dejó el pelo más largo. El primero en vestir ropas escandalosamente andróginas —blusas de chifón, sombreros de Ascot y maquillaje— y, sin embargo, le rodeaba tal halo de agresividad guerrillera que nadie hubiera osado sugerirle a la cara que no tenía un aspecto demasiado masculino. Brian era el líder y los otros Stones le seguían detrás cojeando.
Las cosas habían cambiado últimamente. Entre quienes trabajaban con los Stones se rumoreaba que, involuntariamente, Mick y Keith estaban subyugando a Brian, quebrantado su voluntad, destruyéndolo. Egocéntricos, obsesionados con llegar a ser estrellas del rock, no podían perdonarle a Brian Jones que al principio les hubiese doblegado, musical y visualmente, a su voluntad. Tales rumores son algo habitual en el turbulento y malicioso mundillo de la música rock, y nunca me los tomé en serio… hasta ahora.
Eran las dos de la mañana y estaba saboreando un whisky escocés con hielo en un oscuro club nocturno londinense llamado Speakeasy, esperando a que apareciera mi amiga, que era bailarina en la discoteca. El club estaba abarrotado de chicas y chicos guapos que habían convertido momentáneamente a Londres en la capital de moda del mundo occidental. Quizá el Swinging London no sea ahora más que un viejo cliché. Pero entonces era una realidad y todos trabajábamos duro para perpetuarla.
En clubs como el Speakeasy, todos intentaban parecer súper cool pero en realidad se pasaban el rato mirando alrededor en busca de alguna cara famosa. Es fácil adivinar que ha llegado una estrella porque todo el mundo —incluidas las bailarinas— comienza a abrir hueco. Cuando sucedió esta vez, levanté la vista, y ahí, tambaleándose hacia mí, estaba Brian Jones.

No era el Brian que había conocido doce meses atrás. Entonces, su pelo dorado brillaba como el sol, estaba moreno, era ágil y guapo. Ahora el pelo le colgaba lacio y grasiento alrededor de la cara, pálida como la muerte; tenía los ojos inyectados en sangre y las sombras que se extendían por su rostro eran las de alguien que no había dormido en mucho tiempo.
—Eh, Tony, ¿cómo va todo, tío?
Sonrió, le pedí un whisky y me sentí halagado, no solo de que el guitarrista principal de los Rolling Stones se hubiese acordado de mi nombre sino de que además me hubiera escogido a mí, de entre todas las personas que conocía en un club de moda como el Speakeasy.
Hablamos un rato sobre discos y sobre las últimas pelis de estreno; luego dejó caer, como por casualidad, la pregunta que había estado esperando:
—¿Sabes dónde puedo pillar, Tony?
No soy camello, pero de joven había trabajado en el Soho, primero como portero de discoteca, luego como crupier, así que sabía exactamente adónde ir para conseguir cualquier cosa, ya fuera una bolsa de hierba o una metralleta Thompson. Por consiguiente, la gente del mundillo del rock había pasado a utilizarme como reacio intermediario en sus flirteos con el submundo londinense. Aunque tenía miedo de que este papel acabara por causarme problemas, era lo suficientemente joven y alucinaba tanto con los famosos como para llegar a la conclusión de que merecía la penar correr el riesgo si era el precio que tenía que pagar para ser amigo de gente como Brian Jones.
—¿Qué quieres? —le pregunté a Brian, a pesar de que me moría de ganas de cambiar de tema.
Me agarró del brazo y dijo, casi gritando:
—Cualquier cosa, consígueme lo que sea. No me importa una mierda, tráeme algo ya.
Recuerdo sus ojos, tristes y perdidos. Brian Jones, la más célebre, extravagante y exuberante estrella del rock, era ahora un tipo patético. Me zafé de su brazo y me acerqué a un tío negro que conocía y que sabía que a veces pasaba droga para sacarse algo de pasta.
—¿Qué buscas? —susurró—, tengo de todo, tío: coca, tripis, hierba…
—Un momento.
Volví a preguntarle a Brian qué se le antojaba.
Brian no lo pensó ni medio segundo.
—Píllame de todo, Tony —me pidió—. Todo lo que tenga. No me importa lo que cueste.
El precio era 250 libras. Prometí al tío de color que tendría el dinero en sus manos al día siguiente y, como me conocía y confiaba en mí, me pasó todo el alijo en una pequeña bolsa de papel. Cuando regresé a nuestra mesa en mitad de la sala, al lado de la pista de baile, Brian se estaba comportando de un modo tan extraño que temí que fuera a meterse toda la droga allí mismo, delante de todo el mundo. Antes de entregarle la bolsa, le advertí que tenía que ir al lavabo si quería tomar algo mientras estuviese en el Speakeasy.
Sin darme tiempo a terminar lo que estaba diciendo, agarró la bolsa, igual que un niño coge un chupa-chups, y se largó corriendo al baño. Parecía relajado cuando volvió, y sonreía mientras me pasaba la bolsa y me pedía que me ocupara de ella en caso de que le registrara la policía. Yo había empezado a consumir cierta cantidad de cocaína así que, cuando Brian me invitó a coger lo que me apeteciera de la bolsa de chucherías, acepté agradecido. No pude creer lo que veían mis ojos cuando me encerré en el baño y abrí la bolsa. Brian no solo se había metido más de medio gramo de coca, sino que al parecer se había tragado un buen puñado de estimulantes y de tranquilizantes. Volví a la mesa armándome de valor y dispuesto a encontrarme a Brian inconsciente en la pista de baile; sin embargo, allí estaba, sonriendo y bromeando con una amiga mientras sorbía su quinto whisky de la noche.
Nos quedamos una hora más, e incluso después de haberse tomado otros dos whiskys, Brian aparentaba estar solo ligeramente colocado. Me llevó algunas semanas darme cuenta de que Brian pertenecía a esa clase de alcohólicos que se pasea por ahí en una zona gris permanente: nunca demasiado borracho, pero tampoco demasiado sobrio.
Lo llevé en mi Alfa Romeo blanco hasta su piso en Courtfield Road, en Earls Court. La noche era cálida y había una luna llena enorme, así que fuimos rápido, muy rápido, con la capota bajada. Brian parecía disfrutar de la velocidad y del viento, que hacía que el pelo se le metiera en los ojos, pues podía oírle mascullar, «Vamos, querido, vamos… más rápido, querido, más rápido».
Me invitó a su piso situado en la segunda planta del gran edificio de ladrillos rojos a fumar un «petardo» —así llamaba Brian a los porros—, y acepté. Mientras lidiaba torpemente con las llaves de su casa, le pregunté de pasada:
—¿Tío, qué es eso que he oído decir de que Anita está saliendo con Keith?
Era de todos sabido que Anita Pallenberg, a la que conocía bastante bien, había dejado a Brian por Keith Richards. Brian se estremeció como si le hubieran asestado una puñalada.
—No vuelvas a mencionar el nombre de esa tía delante de mí—dijo. Pero sus palabras no podían ocultar el dolor que le corroía por dentro y que le estaba destruyendo. Cuando Keith sedujo a Anita, le arrebató el único punto de apoyo que sostenía a Brian, condenándolo a una vida de la que Brian solo ansiaba olvidarse.
Esto fue aún más patente cuando entramos en el piso y fuimos recibidos por Nikki y Tina, dos bellas lesbianas que hacía semanas que vivían con Brian. Este dejó bien claro que los tres compartían su cama extra grande. Lo que era casi tan evidente como que ninguno de los tres soportaba a los otros dos.
Mientras me liaba un porro de la bolsa de papel de Brian, este metió la mano y sacó un trocito de papel secante impregnado con LSD. Después de todo lo que había bebido, de la cocaína y de los estimulantes y tranquilizantes que había tomado, me preocupaba cómo podía afectarle; pero como parecía saber lo que estaba haciendo mantuve la boca cerrada.
Era increíble, pero Brian todavía aparentaba estar razonablemente en plenitud de sus facultades mentales; aunque yo para entonces ya no estaba lo que se dice sobrio, supongo que tampoco era la persona más indicada para juzgarlo. De repente, se le metió en la cabeza poner unas cintas con música que había compuesto. Su cerebro debía estar dando volteretas dentro del cráneo. Mientras intentaba poner la cinta en el reproductor, esta se desenrolló por todas partes; y cuanto más intentaba Brian arreglar el desastre, más lo empeoraba. Al final, acabó sentado en el suelo, llorando, con cientos de metros de cinta magnetofónica enredada a su alrededor. Luego, cuando conseguí que parase, comenzó a hacer trizas la cinta —fruto de semanas de trabajo— con unas tijeras. Entonces cortó unos dos metros para que pudiera escuchar un trozo de algo sin sentido y que sonaba como si hubiera sido parte de una canción buenísima. Nadie sabrá nunca si lo era o no.
Después comenzó a unir la cinta haciendo nudos porque, en su ofuscación, creía que era la única forma de repararla. Luego empezó a poner un pedazo de cinta de atrás hacia delante, sin dejar de repetir, «¡Qué bueno! ¡Qué bueno!». Yo ya había probado el LSD y lo entendí: hacía que todo sonara genial.
El estado de Brian fue empeorando a medida que avanzaba la noche. Se liaba un porro enorme cada veinte minutos o se tomaba un par más de pastillas y se desmayaba en el suelo. Entonces me miró con malicia y gruñó:
—Voy a matarte, Mick —pero entonces se dio cuenta de que era yo—. Lo siento mucho, Tony. ¿Te llamas Tony, no?
Mientras duró todo aquello, las chicas se limitaron a dar caladas a los porros, impertérritas.
—Siempre es así —fue todo lo que comentaron con una risita tonta cuando les pregunté si debíamos encerrarlo en la habitación.
Entonces Brian empezó a llorar, sentado con la cabeza en las manos, como un animal herido. Ver a ese hombre de impresionante talento y belleza, envidiado e idolatrado por millones de personas, tan consumido por el dolor me dolió más que cualquier cosa que hubiera visto antes.
El sol brillaba a través de las ventanas mientras parpadeaba, me frotaba los ojos y me preguntaba dónde coño estaba. Se me había dormido la pierna, tenía el cuello rígido y parecía que un equipo de fútbol hubiera utilizado mi cabeza como pelota para entrenar. Brian dormía con la cabeza apoyada sobre el magnetofón. Las chicas —considerablemente menos exóticas a la cruda luz del día— se acunaban abrazadas en una de las carísimas alfombras persas de Brian. Buscando a tientas en la cocina, conseguí, no sé cómo, hacer cuatro tazas de café solo cargado para espabilar a todo el mundo.
Lo bebimos lentamente. Entonces, Brian picó un poco de cocaína en un trocito de cristal y la esnifamos con un billete enrollado. Sé que mucha gente tiene una fe ciega en la eficacia de los huevos con bacón, pero hay un montón de personas entre la gente del mundo del rock a quienes les resultaría difícil empezar el día sin la adrenalina, sin la estimulante explosión de combustible para cohetes de una raya de coca.
Brian se sintió tan feliz como un niño el primer día de vacaciones de verano una vez que la cocaína comenzó a burbujear por su cuerpo. Nos informó de que iba a llevarnos a tomar un desayuno de los de verdad al Antique Market, en Kings Road, Chelsea. Nos apiñamos en su coche, un Rolls Royce Silver Cloud color plata metalizado con las ventanas tintadas, y nos marchamos dando bandazos: Brian y yo delante, las chicas detrás.
Desde el principio, tenía la sospecha de que Brian no estaba en condiciones de caminar, ni qué hablar de conducir un Rolls, y en menos de trescientos metros mi temor se vio justificado. Brian dio un volantazo en la esquina de Fulham Road y se estrelló contra la parte trasera de un coche aparcado. Cuando se puso a buscar a tientas la palanca de cambios para meter la marcha atrás, fue evidente que quería largarse de allí. No obstante, el impacto había provocado un ruido tremendo y estaba seguro de que varias personas habían visto lo ocurrido. Salté rápidamente del coche y garabateé una nota de disculpa que metí debajo del limpiaparabrisas del coche dañado.
—¿Por qué cojones has hecho eso? —le pregunté una vez subí de nuevo al Rolls.
—Se interponía en mi camino —fue su única respuesta.
Intenté convencerlo de que me dejara conducir a mí hasta Kings Road, pero insistió en que era perfectamente capaz de manejar el coche. Zigzagueamos en dirección a Chelsea, como una pandilla de incompetentes policías de película muda.
Durante el recorrido me vi forzado una y otra vez a pasar la pierna por encima de Brian y estampar el pie en el freno para evitar otro choque. A lo largo de todo el trayecto, la gente no dejó de mirarnos: una panda de estrellas del rock armándola en un Rolls fuera de control. Sorprendentemente, conseguimos llegar al Antique Market sin chocar con nada más, pero como había un montón de coches estacionados sugerí que entrara con las chicas mientras yo aparcaba el Rolls.
—¿Qué crees que soy —estalló—, un imbécil, un idiota o algo así? Soy perfectamente capaz de aparcar mi propio coche, muchísimas gracias.
Así que, con un giro de volante, dirigió el cochazo al otro lado de la calle, se metió recto en la acera y se estampó contra un muro de ladrillos. El accidente pareció ocurrir a cámara lenta o como si se tratase de la escena de una película. Brian no podría haber ofrecido absolutamente ninguna excusa si la policía se hubiera presentado de pronto.
Cuando me quise dar cuenta, Brian salió trepando del Rolls con las chicas mientras me pedía, tranquilo y con una amplia sonrisa en la cara, si podía aparcar el coche. De modo que subí al asiento del conductor mientras docenas de personas miraban el enorme Rolls con ventanas tintadas estampado, sin motivo aparente, contra un muro de ladrillo. Logré dar marcha atrás y aparcar a la vuelta de la esquina, y ese fue el final de aquel pequeño incidente. Desde ese día he sido un gran admirador de los Rolls porque, aunque el muro quedó completamente hecho polvo, el único daño que sufrió el coche fue una abolladura en el radiador.
Después de tomar café y cruasanes, Brian me pidió que les diera una vuelta en coche por Chelsea durante el resto del día. Le flipaba bajar un poquito la ventanilla de atrás y asomarse para que algunos fans pudieran reconocerle y corrieran hacia el Rolls para conseguir un autógrafo. Cuando se cansó de este juego fumamos unos cuantos porros y luego Brian convenció a las chicas para que se besaran apasionadamente. Cuando me quise dar cuenta, estaba haciendo el amor con una de ellas en el asiento de atrás mientras yo permanecía sentado y atrapado en un atasco en Kings Road, intentando aparentar que no me enteraba de nada.

Brian se estaba granjeando una reputación legendaria como amante, y a medida que llegué a conocerlo a fondo, me di cuenta de que, hasta cierto punto, era bien merecida. Cuando no iba demasiado colocado, no le daba importancia al hecho de hacer el amor con dos —o incluso con tres— chicas diferentes en una sola noche. Pero otra cosa que comprendí fue que para Brian el sexo no tenía absolutamente nada que ver con el amor. Utilizaba el sexo como un arma para degradar y humillar a las mujeres que se sentían atraídas por él. Algunas veces se conformaba con el mero sadismo verbal, como burlarse delante de mí de cómo se las apañaba una determinada mujer en la cama en voz tan alta que resultaba imposible que ella no lo oyera.
En otras ocasiones su crueldad se manifestaba de formas aún más peligrosas. Parecía disfrutar muchísimo pegando a las mujeres. Una y otra vez me encontraba en su piso a chicas con los ojos morados y los labios hinchados. Sin embargo, ninguna de ellas fue a la policía ni causó ningún problema. Supuse que, aunque quizá no disfrutasen de que las pegaran, estaban preparadas para tolerarlo si era el precio que tenían que pagar por compartir la cama con un Rolling Stone.
Pero maltratar a las mujeres no parecía ser algo que Brian hiciera para experimentar placer físico. Era como si cargara dentro de sí con una pena terrible y lacerante, y como si el único modo en que obtenía cierto alivio pasajero fuese transmitiéndoselo a otras personas».
Fuente: Tony Sanchez | You Fui el Camello de Keith Richards (Contra, 2013)

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